De los merolicos y el tiempo: La Marquesa, una foránea y una chilanga de carrera.
Por Val Espinoza y la mujer caja.
LA MARQUESA
En cada zona de la ciudad siempre está esa persona que vende, que trae ofertas, que compra cosas y lo hace de una manera peculiar: a gritos. Ya sea entre los tamaleros en bicicleta o la señora del fierro viejo, los merolicos son algo inherente a nuestra ciudad y que parecen no tener fecha de expiración. Esto lo sabemos por Doña Fanny Calderón de la Barca, quien en su pequeño texto «Los gritos callejeros en México», del libro La vida en México (1843), nos cuenta que, desde sus tiempos, ya pululaban estos personajes. Esta dama escocesa, llegó a México en 1839 y se fue en 1842. De sus viajes por el país, paseos y eventos sociales nos dejó una gran cantidad de detalles acerca de las costumbres y vida cotidiana del México de ésta época (aunque una que otra algo exotizada o con prejuicios). Esta entrada , nace de la idea de recuperar las palabras en donde describe las actividades y mercancías ofrecidas estos hombres y mujeres de buena voz. ¿Cómo? agregando dos versiones a la de Doña Fanny y compartiendo la visión de los merolicos de una mochuela que tiene poco de haber llegado y una mochuela oriunda de esta bella ciudad.

Hay en México diversidad de gritos callejeros que empiezan al amanecer y continúan hasta la noche, proferidos por centenares de voces discordantes, imposibles de entender al principio. Al amanecer os despierta el penetrante y monótono grito del carbonero: ‘¡Carbón, señor!’ El cual, según la manera, como le pronuncia suena como ‘¡Carbosiu!’. Mas tarde empieza su pregón el mantequillero: ‘¡Mantequía! ¡Mantequía de a real y di a medio! ‘ (…) Y a medida que pasa la noche, se van apagando las voces, para volver a empezar de nuevo, a la mañana siguiente, con igual entusiasmo.
Fanny Calderón de la Barca
LA FORÁNEA
México es lugar de ruido, familiar y cotidiano. Así, todo el que ha vivido aquí conoce aquellos gritos, y tal vez puede calcular el tiempo sin la necesidad de un reloj, en la medida en que éstos hacen su aparición. Hay los que se reconocen en todo el país; nos es inmediatamente identificable, por ejemplo, el del señor que anuncia la distribución del ¡gaaaas! También están los ruidos específicos de cada lugar; Tal vez sea por el rumbo en el que vivía, pero nunca escuché en Querétaro, mi ciudad natal, la amena canción del camión de la basura, o la campana del velador de la colonia que oía durante todas las vacaciones en la casa de mis abuelos en Morelia. No fue hasta que llegué a la Ciudad de México, que en realidad me di cuenta del papel que juegan estos sonidos no solo en la vida cotidiana, sino en la identidad de un lugar; porque la Ciudad de México encuentra su cotidianidad en el caos de la vida, en la disonancia, en el traslapo de tiempos y en la superposición de cultura. Es verdad, al principio se escuchan los gritos callejeros y no se entienden, mucho menos entre todo el ruido, pero no importa porque la gente los identifica. Pero es curioso que aunque se trate del mismo lugar, cada colonia o barrio tiene sus propios pregoneros. Me cuentan que a mi amigo de Cuatitlán le son ajenos los gritos que se escuchan en Tacubaya. Aprendí, que lo que con el tiempo asimilé como la nueva familiaridad, es solo parte de mi experiencia en mi rincón de la cuidad, y que entonces su identidad es múltiple. Aquí, hasta los mantras urbanos que me eran antes conocidos, tienen una manera de volverse propios de La Ciudad… Una ciudad que, dicen, no ha cambiado.

LA CHILANGA DE CARRERA
Soy de la Ciudad. Crecí justo frente al metro Observatorio… bueno, tenías que saltar la base de los peseros y camiones, subir las escaleras infinitas y justo ahí estaba mi casa. Su casa, también. Dicen que solía ser uno de los barrios más peligrosos, para mí el más bello, aún después de tantos años. Vivir en ese lugar significaba estar rodeada de ruidos que aprendes a amar y a extrañar: los ambulantes con su tianguis improvisado y las ofertas del día afuera del metro; los clásicos ¡Súbale, Súbale! ¡Hay lugares! ¡Al Yaqui!, ¡Directo a Metro Chapultepec!, hasta una que otra mentada de madre entre choferes y taxis, obviamente en armoniosa consonancia con los claxones de melodías incluidas. Aquél ajetreo no terminaba ahí, pues en las calles que rodeaban mi casa, pasaban el paaaaan, los helados motorizados en combi con altavoz o la ganga de «pan frío de bimbo». Si caminabas unos 10 minutos en dirección opuesta al metro, estaba «El Mercado de la América»- en realidad no sé si sea su nombre real, pero toda mi vida lo conocí con ese nombre-. El edificio ocupaba una cuadra entera pero, con todo y eso, se extendió; sobre las banquetas veías todos los puestos de barras de metal blanco con telas, entre rojo y rosa, de techo y mesa. Ahí se armaba otra gritadera, el ¡Sí, güerita, aquí pura calidad!, ¿Qué va a llevar?, Pregunte sin compromiso iba acompañado del sonido de las cumbias por la radio, las planchas de metal para aplanar el pollo, el borboteo del aceite de las quesadillas… Esa fue mi niñez. Después me mudé al Ajusco, un lugar en el que sólo había silencio. Con el tiempo me acostumbré, pero recuerdo que, en aquellas épocas, lo único que anhelaba era volver a ver el metro y regresar a mi bullicio de las mil y una voces.

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