1967-1971 Los últimos cuatro años de la juventud mexicana (Primera Parte)
Por Mtro. Juan Carlos Esparza
Los años sesenta pintaban para la juventud de todo el mundo como la década de su ascenso a la historia. Aquella generación veía con esperanza los nuevos movimientos que desafiaban al viejo orden, desde las esperanzas generadas por el triunfo de la Revolución Cubana y la resistencia del pueblo vietnamita, hasta los levantamientos populares y estudiantiles en Praga y París.
En México todo parecía ir bien. Bajo los efectos de la magia del Milagro Mexicano el peso se cotizaba de invariablemente en $12.50 por dólar y el crecimiento sostenido de la Producto Interno Bruto era de entre 6 y 7% anual.

Parecía, porque detrás de esa idea generalizada de progreso, el régimen del partido tricolor ya venía mostrando su mano dura contra toda forma de disidencia: con Miguel Alemán, los trabajadores de Pemex y los mineros de Nueva Rosita; con Ruiz Cortines los movimientos magisteriales ferrocarrileros y ferrocarrileros; con López Mateos la persecución política y el asesinato del último zapatista, Rubén Jaramillo y los nuevos encierros de José Revueltas y David Alfaro Siqueiros.
Mientras tanto, en la música, esos nuevos ritmos procedentes del vecino del norte, el Twist y el Rock and Roll, se propagaban entre los jóvenes de todas las clases sociales, sin embargo, llegaron en su forma más rebajada y edulcorada, sólo mediante covers con traducciones cuestionables cuyas letras alcanzaron niveles hoy increíbles de ingenuidad y de cursilería.
Alberto Vázquez, Enrique Guzmán, César Costa y Angélica María eran los cantantes de moda. A ellos se sumaban las españolas Marisol y una jovencísima Rocío Dúrcal, la niña bonita de la cultura del entretenimiento permitida por el franquismo, así como los argentinos Leo Dan y Sandro de América. En materia de grupos, los Locos del Ritmo y los Teen Tops alocaban a esa juventud que había nacido en el México moderno, lejos ya de las décadas revolucionarias. Todos ellos fueron promovidos por las industrias televisiva y cinematográfica para presentarlos como niños buenos, mientras el malo era Fernando Lujan, una especie de James Dean nacional y autolimitado.

En Estados Unidos e Inglaterra, el Rock and Roll estaba en constante transformación al ritmo de las ansias de rebeldía y el desarrollo de nuevas formas de evadir la realidad en busca de estados alterados de conciencia. La Guerra de Vietnam fue el detonante para que la juventud occidental, no sólo gringa, se rebelase en contra de los valores establecidos, lo que dio paso al movimiento hippie y a la estética psicodélica.
En México, ajenos a aquellos acontecimientos y recursos, los auténticos jóvenes rebeldes echaron mano de su propia tradición ancestral y en vez de LSD desarrollado en laboratorios universitarios, emprendieron la marcha hacia las montañas de Oaxaca para experimentar con los hongos mágicos o “niñitos santos” de la mano de la chamana María Sabina, o bien, al desierto potosino, con los peyotes de la tradición wixárika en Real de Catorce. Jipitecas, los bautizaría José Agustín en “La contracultura en México”.
Surgió también un nuevo código lingüístico rechazado por los viejos, a quienes se les llamo “la momiza”. “Is barniz”, “Nel pastel”, “qué suave”, “¿qué onda?”, “¿qué ondón?”, “Simón, simonazo”, “me pasa un resto”, “qué gacho, Nacho”; y para los usos y costumbres de los nuevos hábitos de consumo: “andar pachecos”, “andar macizo”, “el pasón”, “el bajón”, “zacatito pa’l conejo”. Esta nueva oralidad fue recogida con maestría en el género de la literatura de La Onda gracias a autores como René Avilés Favila, Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña y el ya citado José Agustín.

En materia musical, eran pocos los que podían tener acceso a los discos Long Play de grupos como los Rolling Stones, Led Zeppelin, Janis Joplin o The Doors; quien podía hacerse con ellos era generalmente comprándolos o encargándolos de Estados Unido; por ello, en las ciudades norteñas y fronterizas se generarían con mayor rapidez movimientos en torno al Rock (ya sin el apellido “and Roll”), pues las discotecas (así se llamaban las tiendas de discos) de las grandes ciudades, generalmente tenían precios prohibitivos.
En el cine, entre 1967 y 1968, dos películas comerciales significaron la última oportunidad que a los jóvenes aquella sociedad mexicana apretada, les dio para ser, precisamente jóvenes. Los “Caifanes” y “5 de chocolate y 1 de fresa”. El mundo de las letras mexicanas acompañó estas producciones al contar con guiones, la primera de Carlos Fuentes, quien introdujo arquetipos de personajes de otras obras suyas como “La región más transparente” y “Zona sagrada”, así como referencias a la poesía de Santa Teresa de Ávila y Octavio Paz. Precisamente en “Zona sagrada” ficcionaliza sobre la relación entre María Félix y su hijo Enrique Álvarez Félix, quien actúa a Ricardo en “Los Caifanes”, un papel muy adecuado, pues “ricarditos” eran llamados los niños ricos de la época. Esta película es además la presentación en pantalla grande del tristemente desaparecido Óscar Chávez y cuenta además con un cameo de Carlos Monsiváis. La intelectualidad, pues, de la mano con la chaviza.

La segunda, con argumento de José Agustín, muestra una fantasía psicodélica y detectivesca que pone en contraste los hipócritas valores de la sociedad mexicana con las irreverencias de la juventud a través de Esperanza, una recatada novicia, actuada asombrosamente por “La novia de México”, Angélica María, quien se transforma en la poderosa y extrovertida Brenda, gracias a la ingesta de unos hongos que le trajeron de Oaxaca. La Onda dentro de los límites que los medios permitían, con todo y los Dug Dugs como acompañamiento musical.

En ese mismo año, desgraciadamente un simple cascarita de preparatorianos en La Ciudadela, se cruzó con la retorcida mística de autoridad del presidente Díaz Ordaz y así quedo abierto el principio del fin de una era en la que los jóvenes mexicanos creyeron que eran libres para ser. No hubo en México un “Let it be”.