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Bucólicas Izcallenses

Por Mirna Apodaca

Cuando cumplí once años mis padres consiguieron un crédito y con él a cuestas se embarcaron en la compra de una casita de interés social en Cuautitlán Izcalli. Mucho antes de eso yo ya sabía de la existencia del municipio por una tía, a quien visitábamos algunas veces a lo largo del año en Arcos de la Hacienda. Me gustaba ir a su casa porque a mitad de camino, sobre la punta de un cerro junto a la carretera se alzaba el Castillo de Barrientos, famoso por las películas del Santo y Blue Demon. Sin embargo, mi imaginación de niña no hospedaba luchadores ni mujeres vampiro. Para mí eran frágiles princesas y valientes caballeros quienes habitaban aquel lugar, y la expectativa de ver sus torres rojizas aunque de lejos, resultaba incentivo suficiente para mi felicidad.

La casa que mis papás compraron estaba en el Fraccionamiento San Antonio, famoso por el slogan de “Siga los señalamientos del globo amarillo”. Muchos de los habitantes de este nuevo fraccionamiento huían del caos citadino y su cotidiana violencia, de las onerosas rentas y del doloroso recuerdo de los sismos del 85. Así que, recién instalados en los nuevos hogares y llenos de optimismo, apostaron a construir utopías y se organizaron por calles. Preparaban con entusiasmo las posadas decembrinas, y hacían bazares y kermeses para festejar el Día del Niño. Por las mañanas las amas de casa barrían las banquetas o se detenían a conversar afablemente luego de dejar a los hijos en la escuela, pues aún no había habido oportunidad de sembrar chismes ni rencillas entre vecinas. No importaba que fueran casas uniformes de proporciones minúsculas y que los sonidos se filtraran sin censura a través de las paredes. Eran suyas y habitarlas fortalecía la esperanza de vivir una vida buena y diferente.

En nuestra casa, mi padre sembró un limonero de sombra generosa pero mezquino en frutos, y un pino que creció ilimitado y feliz, en cuyas ramas anidaban colibríes, gorriones y palomitas. Nuestras dos gatas, Hipatia y Mimis, felinas que con su carácter agreste mantenían a raya a los perros de la cuadra, trepaban su tronco nudoso o se afilaban las garras en la corteza. Por las noches, al amparo del aroma de sus ramas salíamos a la puerta de la casa a comprar pan de anís y leche recién ordeñada a los granjeros que pasaban montados sobre una vieja camioneta. Mi madre hervía la leche y nos la daba con la convicción de que su ingesta nos protegería de todo mal. A mí me gustaba tomarla al volver de la escuela, pero mis hermanos simplemente se negaron a probarla, incluso cuando mi madre, en un último y muy ingenuo esfuerzo por hacerlos beberla ideó camuflarla en un envase de leche Lala. Fueron días luminosos y transparentes, en los que nos reencontramos con las constelaciones en el cielo nocturno, y aprendimos a descifrar los sonidos de los insectos en los días calurosos, al pasear a la orilla del río Cuautitlán mientras esquivábamos las incontables ranitas verdes que brincaban entre nuestros pies, o saludábamos a quienes se animaban aun a pescar en sus aguas.

 Sin embargo, poco después de nuestra llegada a Izcalli el gobierno salinista reformó el 27 constitucional. No pasó mucho tiempo antes de que los mismos ejidatarios que nos ofrecían mazorcas recién cosechadas a la orilla de sus parcelas comenzaran a vender sus tierras a precio de bicoca a las fraccionadoras. Un poco aturdidos atestiguamos cómo las milpas se eclipsaban definitivamente bajo el asfalto, y junto con ellas se desvanecían las culebrillas y alacranes que se escondían bajo el césped de los jardines. Para felicidad de mis hermanos no hubo más leche bronca sobre la mesa. Ante el aumento de la población comenzó a escasear el agua, y había que levantarse de madrugada para almacenar el vital líquido en tambos porque era un hecho que el resto del día no caería una sola gota. Las paredes de los edificios perdieron brillo y en los jardines, al pie de los rosales, comenzaron a amontonarse cada vez más y más triques. Un buen día, no hubo más ranitas verdes a la orilla del río.

Muchos de los primeros habitantes de San Antonio, entre ellos mis padres, rentaron o vendieron sus casas en busca de algo mejor. De inicio no resentí haber partido de aquel lugar, pues el trayecto de la casa a la escuela era cada vez más largo y agobiante, y cotidianos los atracos. Antes bien, mi avidez juvenil me empujaba a alejarme de ahí para rondar las oscuras calles del todavía Distrito Federal, a mezclarme nuevamente con su estruendo y lanzarme de cabeza a la vorágine de su memoria. Pero años después, por razones que no vienen al caso volví de visita al fraccionamiento. Nada del bucólico paisaje que recordaba se había conservado. Encontré que, oculto tras una gruesa hilera de árboles, el Castillo de Barrientos es ahora una academia de policía. Que el río Cuautitlán solo arrastra basura a su paso y sobre sus aguas flota una espuma pálida, delgada y hedionda. El famoso globo amarillo había caído bajo una ventisca y los antiguos cascos de las haciendas se transformaron en plazas comerciales. Sobre la avenida 1° de mayo se levanta un Star Médica que desentona sospechosamente con el nivel económico de los habitantes del municipio. Por todas partes gente. De Lago de Guadalupe a Tepotzotlán, del Cerrito a Tepojaco, solo gente. Llegué a San Antonio por Avenida Chalma, y me detuve sobre Nopaltepec. Desde ahí esperaba mirar la casa de mis padres, acurrucada tras el nudoso tronco de nuestro pino. Pero tardé en reconocerla: el pino no estaba. Pensé en las aves y en sus nidos. Alguien me comentó que la orgullosa conífera cuyas ramas nos resguardaban del sol de verano y aromatizaban la casa en temporada de lluvias había sido talada por los nuevos propietarios a los pocos días de tomar posesión sobre el terreno. Mientras me retiraba de ahí hice un recuento lo más minucioso posible de las imágenes que conservaba mi recuerdo para no perderlas, con la vaga esperanza de que mi hijo las recupere como parte de su historia.

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